En el corazón de Buenos Aires, donde alguna vez se erigía la Embajada de Israel, hoy se alza una plazoleta que transforma el horror en homenaje. Veintidós árboles recuerdan a las víctimas de uno de los atentados más devastadores en la historia argentina.
Donde antes hubo ruinas, hoy hay raíces. El 17 de marzo de 1992, una explosión borró de la tierra a la Embajada de Israel en Buenos Aires y dejó una cicatriz en la historia nacional. Treinta y dos años después, ese mismo solar es hoy la Plazoleta Embajada de Israel: un espacio de memoria viva, donde cada árbol plantado respira el nombre y la historia de una de las 22 víctimas fatales del atentado.
“Es un lugar de recogimiento, pero también de enseñanza. Cada vez que alguien se detiene a leer un nombre o a mirar un árbol, el silencio habla”, me dice Gonzalo Navarro, uno de los arquitectos que dio forma al proyecto que convirtió una tragedia en un mensaje eterno.
Lo que ocurrió ese martes de marzo de 1992 aún estremece. Un coche bomba estalló frente al edificio diplomático en la esquina de Arroyo y Suipacha, destruyéndolo por completo. El saldo: 22 muertos y más de 200 heridos. Las imágenes del atentado recorrieron el mundo, mientras la Argentina ingresaba a una era de dolor marcada por la impunidad y la desmemoria.
Pero este lugar no fue dejado al olvido. A través de un Concurso Internacional de Anteproyectos, se convocó a profesionales a transformar el espacio en un homenaje duradero. El equipo ganador, integrado por los arquitectos Gonzalo Navarro, Hugo Alfredo Gutiérrez, Patricio Martín Navarro y Héctor Fariña, propuso algo sencillo y profundo: una plazoleta donde el vacío dejara hablar a la memoria.
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Cada uno de los 22 árboles plantados simboliza una vida truncada por el atentado.
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En las paredes medianeras se grabaron los nombres de las víctimas, como una letanía que no se debe olvidar.
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El diseño propone recorridos contemplativos, sin ostentación, donde la naturaleza acompaña el duelo.
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Es un monumento, sí, pero también un acto cívico: está pensado para que la memoria colectiva se mantenga despierta.
“El espacio no es solo un memorial, es una advertencia. Nos recuerda que el terror puede llegar de golpe, y que la única defensa es la memoria activa”, me señala Fariña en una conversación donde el pasado no deja de hacerse presente.
Este rincón porteño, a metros del ajetreo del centro, se convierte cada marzo en escenario de actos conmemorativos. Familias, sobrevivientes, funcionarios y ciudadanos comunes se reúnen para rendir tributo y para exigir justicia. Porque el crimen sigue impune, y la deuda no prescribe.
Cada vez que paso por esa plazoleta, no puedo evitar detenerme. No porque sea periodista, sino porque soy parte de una sociedad que no debe olvidar. La Plazoleta Embajada de Israel no es solo un espacio público: es una herida que respira, un árbol que abraza el recuerdo, y una voz que, entre el ruido de la ciudad, aún grita por justicia.